jueves, 25 de junio de 2020

mi deseo es la ley

Grégor Puppinck, Mi deseo es la ley. Los derechos del hombre sin naturaleza, Ediciones Encuentro, Madrid, 2020, 287 pp.

Los derechos humanos forman parte de nuestra horizonte cultural. Son fundamento de nuestro ordenamiento jurídico, de la legitimidad del Estado, de nuestro estilo de convivencia, de nuestra sociedad. Sin embargo, a poco que se piense acerca de esos derechos humanos, no es difícil advertir que con el paso del tiempo han terminado siendo un elemento sobre el que unos sostienen lo contrario que otros, un ornamento confuso y devaluado, una fe formalista. Los derechos humanos son una gran verdad y una gran mentira, son parte de las idas y venidas, de los tiras y aflojas de la política internacional, de las cloacas de los organismos internacionales, de los juegos de poder de grupos de presión ideológicos y económicos. 

Son muchas las lecturas que ilustran una mirada crítica hacia los derechos humanos. Dejo aquí constancia de algunas. En Rights talk: the impoverishment of political discourse, un libro de 1993, Mary Ann Glendon denuncia la estructura privatista y patrimonialista de los derechos humanos en el lenguaje común y político de los Estados Unidos de América; esos derechos se presentan desgajados de deberes y responsabilidades, del sentido de comunidad, más propios de adolescentes siempre descontentos que de ciudadanos que han conquistado esforzadamente su libertad. Con motivo del cincuenta aniversario de la Declaración Universal de los derechos Humanos, Alfredo Cruz Prados invitaba de forma provocativa a la reflexión acerca de la ideología latente en la cultura de los derechos humanos en su artículo divulgativo Derechos Humanos. ¿Qué derechos? ¿De qué humanos? Años después, otro diagnóstico pegado al terreno jurisprudencial, al «derecho en pie de guerra», podía encontrarse en L’institution de la liberté publicado en Francia en 2018, en el que Muriel Fabre-Magnan reducía al absurdo el soberano papel del consentimiento como clave de la autonomía personal y de los propios derechos humanos. Volviendo atrás, en 2009 se publicaba en España Derechos humanos depredados. Hacia una dictadura del relativismo, de Janne Haaland Matlary, quien desde Noruega ofrecía igualmente un estudio políticamente incorrecto  pero avalado por la experiencia sobre diplomacia internacional de la autora. ¡Qué lejanos quedan los tiempos en los que un nuevo evangelio predicado por Gregorio Peces-Barba desde la universidad proclamaba que la libertad nos haría verdaderos! Especialmente tras el tsunami de la post-verdad y el confinamiento del covid-19, la libertad ha quedado reducida al espejismo de una pantalla de smartphone y los derechos humanos a cualquier aspiración con impacto sentimentalista-mediático, encapsulable en un derecho subjetivo. 

En esta ocasión es Grégor Puppinck quien actualiza esa mirada crítica hacia los derechos humanos en un magnífico estudio publicado en Francia en 2018 (Les droits de l’homme dénaturé) y ahora en España con el título «Mi deseo es la ley». Puppinck es doctor en Derecho, conocido especialista en derechos humanos, miembro del Panel de expertos de la OSCE/ODIHR sobre libertad religiosa y de creencias como representante de la Santa Sede  y director general del European Center for Law and Justice, una ONG radicada en Estrasburgo, especialmente activa en los foros internacionales en defensa de la libertad religiosa y que tuvo un papel de primer orden ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (en adelante TEDH) en el caso  Lautsi c. Italia de 2011. Jaime Mayor Oreja prologa la edición española tomando ocasión de los vínculos existentes entre el  European Center for Law and Justice y la iniciativa europea One of Us de la que el político español es promotor. 

El método expositivo de Grégor Puppinck combina el estudio de la cambiante antropología subyacente a los derechos humanos  con su traducción en aspectos concretos y gráficos en la jurisprudencia del TEDH, del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y de las opiniones del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Más allá del «diálogo entre tribunales» —por tomar ocasión del clásico de Vergottini— Puppinck subraya de forma práctica la connivencia de esas jurisdicciones y organismos en la progresiva transformación de la cultura de los derechos humanos. Una progresiva transformación que, tal como se va explicando en el libro, se apoya en dos factores concurrentes e íntimamente relacionados. El primero, la índole líquida que se atribuye a los convenios, declaraciones o constituciones, otrora escritos sobre tablas de piedra o bronce, ahora árboles vivos y poco menos que una excusa para efectuar, más que una interpretación, una auténtica labor cuasi-legislativa. Y el segundo, el activismo judicial ejercitado por profesores universitarios (aspecto denunciado magistralmente por Javier Borrego en un artículo de prensa con motivo también del caso Lautsi), por políticos metidos a jueces y por burócratas de organismos internacionales. 

El autor nos presenta una obra en tres actos, marcados precisamente por la antropología subyacente a los derechos humanos. 

Un primer acto, presidido por un renacer humanista de la civilización occidental tras la Segunda Guerra Mundial y tras los horrores del totalitarismo nazi. El personalismo impulsó entonces la protección del ser humano integral, del espíritu encarnado creado a imagen y semejanza de Dios, de quien procede su dignidad. Samuel Moyn  en su monografía de 2015 Christian Human Rights ilustró precisamente que el movimiento de promoción de los derechos humanos después de la Segunda Guerra Mundial estuvo ligado a las ideas y a la acción de políticos y pensadores cristianos, lo cual avala esta aproximación de Puppinck. Es en este momento cuando ven la luz  la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 y otros prometedores instrumentos internacionales.

En un segundo acto aparece en escena una vieja concepción antropológica, de raíces platónicas, que escinde en el ser humano cuerpo y espíritu, exaltando el segundo e instrumentalizando el primero. Ese  también llamado «dualismo cartesiano» invita al ser humano a una espiral de reclamaciones, aspiraciones y liberaciones contra aquello que limita la libertad absoluta, a la postre contra la propia naturaleza humana. Parte del éxito de esta tesis liberacionista viene propiciada por la ductibilidad del concepto de dignidad humana: como ya puso de relieve Movsesian en 2016 en su trabajo Of Human Dignities, bajo el aparentemente unívoco y sólido concepto de dignidad humana, se ocultan muchas interpretaciones contrapuestas. Pero también parte del éxito de la tesis liberacionista de los derechos humanos radica en que estos dejan de ser defensivos y se vuelven ofensivos (p. 121), al tiempo que el Estado se ve cargado de las llamadas «obligaciones positivas» no solo de velar o proteger, sino de promocionar, facilitar y hacer realidad aspiraciones y deseos con forma de derechos humanos. Crece entonces la intervención estatal (también lo recordaba Patrick Deneen  en su ensayo de 2018 Why Liberalism Failed?), nos vemos ya envueltos por un Estado como instrumento invasor, benéfico y maternal (p. 225). En este segundo acto se constata que las tres grandes pasiones del ser humano —poder, dinero y sexo—han generado las tres grandes revoluciones políticas modernas (revolución liberal, revolución socialista y revolución sexual) y al final han reclamado su consagración perpetua como derechos humanos.

En el tercer acto asistimos a la superación de la condición humana porque los deseos y aspiraciones rechazan limitaciones y condicionamientos, proyectándose hacía una vida transhumana sin muerte, vejez, enfermedad o dolor. La combinación del Derecho y la técnica hacen cortejo al transhumanismo. El consecuencialismo ético justifica la superación de cualquier expresión normativa de la dignidad humana distinta de la libertad absoluta. Somos dueños de nuestras vidas, podemos suprimirlas por libre voluntad hoy y ahora, podemos alargarlas eternamente. Los derechos como deseos y los derechos transhumanos al final han necesitado de un «golpe de Estado supraestatal» (p. 244) perpetrado por organismos internacionales y por los nuevos oráculos de la moralidad, es decir, los tribunales de justicia. La biotecnología hace saltar por los aires cualquier noción posible de naturaleza para transformar al ser humano en su propio y primer artículo de consumo. Se abomina de la esclavitud pero se comercializan niños nacidos de complejas combinaciones genéticas por maternidad subrogada…

En estos dos últimos actos, el lector podrá comprobar una y otra vez que el derecho a la vida privada, o el derecho a la intimidad, se ha convertido en el comodín del que se han servido tanto el Tribunal Supremo de los Estados Unidos como el TEDH para generar derechos que no existen en la Constitución americana o en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, incluso en contra de derechos consagrados de forma explícita: se crea el derecho al aborto suprimiendo el derecho a la vida. 

No deja de advertir Puppinck que un derecho que ha llevado todas las de perder ha sido la libertad de conciencia. Porque la cultura de los derechos humanos no consiente, no concibe el disenso: la sociedad es cada vez más intolerante con aquellos que se niegan a tomar parte activa en la implantación de los nuevos derechos sexuales, reproductivos, tecnológicos, o con aquellos que pretenden un espacio de libertad frente al pensamiento único en la escuela. El totalitarismo ha regresado, pero enarbolando la bandera de los derechos humanos, y sus opositores han sido paradójicamente tildados con todo tipo de fobias.

Los derechos humanos, en fin, aparecen como un constructo global dirigido a cambiar el mundo, no a mejorarlo. Podría parecer entonces que el libro concluye con un diagnóstico tremendamente pesimista. Pero no es así. Porque quien lo escribe no es pesimista. Y porque ha luchado y sigue luchando en los escenarios jurídicos internacionales por sus ideas. De ahí que al final Puppinck constata que la resistencia a la maquinaria jurídico-burocrática es posible, que los ciudadanos pueden tener voz y repercusión, que los Estados tienen que hacer presente el sentido de comunidad, de identidad, de pertenencia, de futuro, frente a proyectos de ingeniería social impuestos desde fuera.

En fin, estamos ante un estudio jurídico divulgativo de una gran calidad, de una sólida y clara fundamentación. En este contexto, no es extraño que el lector encuentre al final del libro la guinda del pastel académico: una exhaustiva tabla de jurisprudencia citada, un magistral cuadro-resumen de la evolución de los derechos humanos («derechos naturales del hombre», «derechos antinaturales del individuo», «derechos trans-naturales») desde nueve parámetros comparativos distintos y, finalmente, una relación de la selecta bibliografía citada a lo largo del trabajo. 


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