Creo recordar que fue Stephen Carter quien comparaba los Tribunales supremos o constitucionales de los países democráticos y plurales con los oráculos de la antigüedad. Hoy buscamos en aquéllos no tanto la respuesta justa a un problema concreto, a un litigio inter partes, cuanto la orientación en las grandes cuestiones sociales que nos preocupan. A través de unas señales (el vuelo de las aves, las entrañas de un animal, en la antigüedad; el texto constitucional, ahora) los pontífices y sacerdotes extraídos de la sabiduría jurídica de un pueblo entran en el sancta sanctorum y, después del misterioso trance de la acalorada discusión, salen al atrio para proclamar una verdad revelada que debemos acatar quienes pertenecemos, querámoslo o no, yo personalmente lo quiero, a esta especie de nueva religión que es la democracia liberal. Por eso me parece acertado el titular que daba un medio de comunicación español a la sentencia (todavía no pública) del Tribunal Constitucional español sobre el matrimonio de personas del mismo sexo: "El Tribunal Constitucional bendice el matrimonio homosexual". A la proclamación del oráculo, unos saltan de gozo, al ver que los dioses les son propicios, otros marchan a sus casas cabizbajos, esperando quizá que, más adelante, la caprichosa voluntad de los cielos cree nuevas coaliciones de familias divinas y héroes que allane el camino a la dura condición de los mortales.
A falta de acceder al texto de la sentencia, cuya lectura es imprescindible para opinar con fundamento, sin embargo parece que ha tenido cierto peso la idea de que es necesario hacer una interpretación evolutiva de la ley. Cierto que la norma debe adaptarse a los cambios materiales, porque probablemente la solución justa que se pretende respecto de la inviolabilidad de la correspondencia escrita es de aplicación también a la electrónica. Pero ojo, estoy hablando de correspondencia (y de intimidad) en ambos casos. Roma nos enseñó a hacer una interpretación justa de la ley; nosotros hemos aportado el darwinismo jurídico: evolución, texto vivo, adaptación al medio, a las cambiantes circunstancias del hábitat, a los cambios climatológicos. A nadie se le oculta el peligro de que, como en la biología darwinista, la ley inexorable de la selección de los más fuertes y, necesariamente, la muerte de los más débiles, sea desenlace habitual en un Parque Jurásico-Jurídico. Corremos el peligro de que la Constitución sea no tanto límite infranqueable de la omnímoda fuerza del poder, cuanto hisopo que los pontífices agitan para bendecir lo que el poder (fáctico, mediático, cultural) quiere en ese momento.
Lo curioso es que pocos se han preguntado por "el ser de las cosas". ¿Cómo son las cosas? ¿Por qué en las civilizaciones del mundo existe una institución que se llama matrimonio? ¿Cumple una finalidad? ¿Es un nomen iuris que designa aquello que queremos que sea lo que queremos que sea, con la intención (en este caso) de abolir un estigma social? ¿Crea nuestra voluntad, traducida en normas, las cosas?
Dos comentarios de urgencia sobre la cuestión, poco convencionales en el panorama general de la opinión pública en la red. Uno, del blog Adiciones; el otro, procedente del Profesor Julian Rivers, de la Universidad de Bristol.
Hoy es fiesta en Madrid capital: "Take it easy" de Eagles.