Regreso de Roma y en el avión leo el artículo de la tercera de ABC de Olegario González de Cardedal "Signos visibles del invisible". En torno al debate de los crucifijos se ciernen proyectos de ley, vociferantes asociaciones de uno y otro signo, consideraciones de orden histórico frente a un "plain understanding" del funcionamiento fisicista de los derechos fundamentales... Lenguajes diversos que en modo alguno se encuentran en un diálogo jurídico fructífero.
Del artículo me llama la atención que sólo en un momento concreto --y casi de pasada-- se toca un elemento nuclear, consistente
El individuo debe ser reconocido como tal ciudadano no con mera condescendencia despreciativa para su pertenencia particular, que de hecho equivaldría a un rechazo implícito, sino como miembro de un grupo en el que tenga un nombre, se identifique con una historia y se considere miembro de una familia. La libertad negativa es esencial e intocable; la positiva lo es en la misma medida. Una política que no ejerza ambas se convertirá automáticamente en gobierno despótico a pesar de que haga gala de modernidad e ilustración. No basta un liberalismo republicano, que solo cuenta individuos, sino que es necesario un reconocimiento comunitario, que vea a las personas en su dimensión de naturaleza y de historia, de pertenencia a la sociedad común y de adhesión a una comunidad propia.
Algo más hay que decir respecto de esa libertad negativa. ¿Debe el Estado garantizar la inmunidad a cualquier influencia externa que pudiera de alguna forma alterar mi modo de pensar, mi adscripción y la encarnación en mi de unas creencias? En otras palabras, ¿es realmente practicable la libre conformación individual de las creencias? Si es practicable, si es misión del Estado lograrlo, quizá seamos cada una y cada uno una homeomería incomunicable, aislada, cerrada, asocial.
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